Premio Mención Especial
Titulo: Las pizzas de Garrasino
Autor: Arq. Juan Carlos Ferreira
Seudónimo: Caballito de Mar
LAS PIZZAS DE GARRASINO
Mis
primeros recuerdos de Colonia Lavalleja son como esas fotos viejas que han
quedado al sol y perdieron nitidez, salvo unos pocos detalles. Las imágenes son
túnicas blancas, el monumento a un prócer –que no era Artigas– y un señor
importante diciendo un discurso; era, según nuestra maestra, consejero nacional de gobierno. Me llamó
la atención que, a diferencia de los otros hombres que estaban de traje, él usara
una corbata de moño y que después, además, se pusiera una boina en vez de un sombrero. También recuerdo a un cura, la
persona más alta de todas las que estaban en el acto. Cantamos el Himno
Nacional con mucha atención, como siempre nos pedía la maestra, pero al igual
que en los actos de la escuela me emocioné más con la Marcha Mi Bandera. Con
el tiempo, aunque las imágenes siguieron borrosas, reconocí el acontecimiento
con mayor precisión, la fecha y los nombres…y las personas.
La
segunda vez que estuve fue en 1967, más precisamente en diciembre. Como premio
por haber terminado los cursos con buenas notas Mamá nos permitió acompañar a
Papá en lo que él llamaba una gira
por el interior del departamento, ya que era viajante de comercio pero él decía,
con orgullo, sólo viajante. Yo estaba
en el liceo y mi hermano en la escuela. La noche anterior lo ayudamos a cargar
en la vieja Ford los paquetes con mercadería que había preparado durante la
tarde. Envolvía las cosas (camisas, bombachas, sombreros, botas) con papel de
embalar azul o verde y los ataba con piola sisal, pegando con engrudo un papel en
el que estaba escrito el nombre del comercio y la localidad. Salimos de
madrugada, medio dormidos, y nos despertamos con el sol ya alto. Papá nos hizo
tomar café con leche de un termo y comimos bizcochuelo hecho por la Abuela. Pasado
el mediodía paramos junto a un arroyo, a la sombra de un ombú y almorzamos
milanesas preparadas por Mamá, queso y dulce de membrillo; habíamos comprado el
pan en el camino y así conocimos la galleta de campaña; Papá nos explicó por
qué era tan dura; la comimos ávidamente durante todo la gira.
En
cada comercio o boliche (él los llamaba indistintamente de una forma u otra) mi
hermano se bajaba presuroso a observar los árboles y arbustos, sin alejarse mucho
de la camioneta y volvía con hojas y frutos que guardaba en una caja de
zapatos. A mí me gustaba más escuchar la conversación de Papá con los
comerciantes; eran frecuentes diálogos como este:
– ¿Y
cómo anda de ponchos?
– Me
vendrían bien unos diez, quince…
– Le
encargo dos docenas ¿le parece? ¿Cómo anduvieron las capas para la lluvia?
– Salieron
buenas, muy buenas. Convendría que me prepara unas diez más.
– Le
traigo una docena, mire que están en precio. Las hacemos con un sobrino.
Esa
primera noche nos quedamos en una fonda. Papá comió gallina con arroz, que era
su plato preferido y nosotros pedimos churrascos con papas fritas y de postre,
dulce de leche. Cuando nos fuimos a acostar mi hermano amagó llorar porque
extrañaba a Mamá y a la Abuela. Entonces Papá nos hizo varios cuentos sobre “Cipriano
y su caballo”. En esas historias el segundo siempre salvaba al primero, de una
persecución o de un río crecido, por lo que finalizaban siempre con la frase ¡El caballo de Cipriano! Nos dormimos
profundamente en las camas turcas de la única pieza de huéspedes. Después Papá
nos contó que volvió al comedor a jugar un
gofo y unas congas y que lo habían pelado pero ya se desquitaría (con
el tiempo noté que cuando mencionaba en casa esos juegos evitaba mencionar el
gofo, porque a mamá no le gustaba).
Al
otro día recorrimos los últimos comercios y ya entrada la tarde nos dijo:
– Bueno,
ahora vamos a pasar por lo de Garrasino.
Entramos al comercio donde un hombre delgado,
de bigotes y calvicie incipiente, envolvía para un cliente, detrás del mostrador,
fideos, charque, fariña, grasa y velas.
– Buenas
buenas…¿Cómo andás, blanco cuchillero?¿Siempre como hueso de bagual?
– ¡Turco!...
Te
estábamos extrañando, mal pelo. Casi no
pasan colorados por acá…
– Cayó
piedra sin llover –dijo un parroquiano, un hombre con aspecto de indio que
tomaba un vino.
– ¡Cacique!
¿Qué hacés? ¿Siempre perdiendo al truco?
– Ya nos
va tocar ganar…tiempo al tiempo –y levantó su vaso con cortesía.
– Flaco,
Cacique, estos son mis hijos, los traje de secretarios.
Saludamos y el comerciante nos miró con
simpatía. Papá bajó tres paquetes de mercadería y unos diarios de Montevideo de
días atrás, con varios artículos sobre la muerte del Presidente y fotos, algunas
en color. El Cacique se acercó con curiosidad a leer.
– No era
de mi partido, Turco, pero debo reconocer… fue un hombre honesto, con voluntad
de servir al país. Austero. Sí señor. Como tiene que ser un presidente ¿no? ¿Y este nuevo, el que era vice?
– ¡A mí
no me gusta! –contestó Papá– no es batllista.
– ¿Vos
que opinás, Cacique?
– A mí
tampoco. Además…yo soy de este lado –y palmeó su brazo izquierdo.
La conversación fluyó como el agua mansa de
los arroyos junto a los que parábamos. En esos días la señora de Garrasino no
estaba en el pueblo, por lo que Papá le hizo bromas respecto a su momentánea
soltería y las gurisas lindas de Colonia
Lavalleja. Después pasaron a una especie de escritorio a arreglar cuentas y
nuevos encargos. Mi hermano salió a reconocer arbustos y yo quedé escuchando al
cacique que me enseñaba palabras indígenas. Cuando terminaron de hacer los
números Papá dejó su viejo portafolios sobre el mostrador y dijo:
– Vengan,
vamos a sacar una foto. Y después– Flaco,
vamos a comer una de tus pizzas. Traenos dos coca-colas y una cerveza bien fría…
Cuando llegó la pizza a Papá le brillaron los
ojos pero nosotros nos miramos como diciendo ¿Qué es esto? Nunca habíamos visto una pizza tan gorda y además con
tanta cebolla y tomate… y aceite. Las pizzas que comíamos en los cumpleaños
eran más finas y tenían mucho menos salsa. Papá cortó las porciones; dejamos de
hablar y hasta tomamos menos coca-cola de lo que esperábamos porque… era la
pizza más rica del mundo. Papá preguntó ¿Nos
comemos otra?, a lo que asentimos rápidamente. Cuando nos íbamos saludamos
a Garrasino y atiné a decir Muchas
gracias y él me miró como preguntando ¿Por
qué? Mientras volvíamos por el camino polvoriento, miramos las estrellas,
muchas más y más brillantes que cuando observábamos el cielo en Salto. Nunca
estuvimos tan cerca de ellas.
Durante los meses siguientes cada vez que Papá fue de gira por Colonia Lavalleja nos trajo dos
pizzas. Mamá nunca las probó y siempre pensamos que era porque no le gustaban.
Mucho después adiviné que le encantaban, pero lo hacía para dejarnos todo a
nosotros.
Un
día Papá recibió carta de Montevideo y se reunieron enseguida; una empresa
importante le ofrecía la distribución de telas nacionales e importadas en
Canelones y San José y condiciones económicas excelentes. Nos preguntaron qué
nos parecía si terminábamos el año en Salto (era octubre) y después nos
mudábamos a Montevideo. Quedamos entusiasmados porque eso era sinónimo de playa
Pocitos, Parque Rodó y Estadio Centenario. Además teníamos primos que sólo
habíamos visto en alguna Navidad. Sólo lamentamos dejar los compañeros de la
escuela y el liceo y no ver más a Saladero. Al año siguiente nos mudamos a una
casa cercana a Bulevar Artigas, en una cuadra de frondosos plátanos que me
recordó a la calle Treinta y Tres de Salto, cuando las copas de los árboles
formaban una bóveda.
En
los años siguientes comencé a trabajar en una firma de artículos para el hogar
y mi hermano hizo el liceo para luego entrar a Facultad de Agronomía. Me casé
con una compañera de trabajo y en pocos años tuvimos nuestras dos hijas. En la
década del noventa llegué a una de las gerencias de la empresa y se recibió un agrónomo
en la familia, que entró a trabajar en un programa de protección de áreas
naturales.
En
agosto del 2001 me llamó un primo de Salto: se había instalado por su cuenta en
el ramo de electrodomésticos (los viejos artículos
para el hogar) y quería mi opinión sobre la distribución en el interior. Acordamos
que yo viajaría en setiembre, solicitando tres días de licencia. Cuando le
comenté del tema a Papá me pidió que si pasaba por Colonia Lavalleja no dejara
de saludar a Garrasino.
Planificamos con mi primo recorrer siete localidades: primero
Constitución y Belén, después Palomas, Saucedo y Colonia Lavalleja y finalmente
Biassini, Rincón de Valentín e Itapebí. Salimos un lunes bien temprano en su
confortable camioneta japonesa doble cabina, con aire acondicionado. Llevamos una
conservadora con hielo, sándwiches, helados y latas de refrescos; atrás, en la
caja, la mercadería para entregar: un freezer, tres heladeras, dos equipos de audio, dos
televisores y varios ventiladores. El día transcurrió normalmente y dormimos en
Belén. Al día siguiente estábamos a media mañana en un comercio cuando un canal
brasileño, que se sintonizaba gracias a la antena parabólica, interrumpió su
programación para mostrar imágenes de las Torres Gemelas y su infierno de humo
y fuego. Nadie se movió de su lugar. Estupefactos, observamos la tragedia hasta
que no tuvimos más remedio que seguir y en el trayecto fuimos escuchando más
detalles. Cuando entregamos la mercadería en el último comercio de Colonia
Lavalleja, mi primo quedó viendo los noticieros y pasé a saludar a Garrasino.
El
sol casi se ocultaba cuando estacioné frente al viejo local, donde la gente
seguía hablando del ataque; un hombre sintonizaba una potente –aunque pequeña–
radio portátil y otro recibía más noticias a través de su celular. Garrasino, detrás
del mostrador, escuchaba y servía cerveza. Estaba casi igual, era el hombre
delgado que habíamos conocido, sólo que con menos cabello, ya blanco como su
bigote. Me acerqué y extendí la mano.
– Buenas
noches, Garrasino. Soy el hijo del Turco. Me pidió que pasara a saludarlo.
Apretó mi mano y leí en sus ojos una pregunta.
– Papá
está bien, igual que Mamá. Viven conmigo.
Limpió lentamente unas gotas de agua del
mostrador con un repasador.
– El
Turco…
Me señaló un viejo almanaque amarillento,
clavado con una chinche al costado de una estantería de madera. El color negro de
las letras se había transformado en gris o sencillamente se había ido, pero aún
se leía:
SALOMÓN
……… …….SENTACIONES
DISTRIBUIDOR
FAMOSOS ……. CACHITO
Junto al almanaque, desde una foto en sepia
con los bordes dentados, también clavada con chinches, sonreíamos con mi
hermano, delante de Papá, Garrasino, el Cacique… y la vieja Ford. Vio por la
ventana la moderna camioneta, brillante a la luz de un farol cercano, ella
misma con potentes faros de largo alcance.
– Qué
bueno es el progreso… ojalá no se detenga nunca. Es la mitad de la vida…
exactamente la mitad.
Quedamos
en silencio.
– Con
permiso –me dijo y fue hacia la
trastienda. Volvió con tres paquetes redondos, uno más grande que los otros, forrados
con papel y atados con piolín. El papel iba absorbiendo lentamente el aceite
del contenido y se formaban pequeñas manchas: en uno Las Tres Marías, en los otros La
Cruz del Sur y Los Siete Cabritos.
Me entregó los paquetes; en su mirada estaban intactos los recuerdos y la
esperanza de jugar un truco, tomar unas grappas con limón, hablar de política.
– Las más chicas son para tu
hermano y vos.